dimecres, 22 d’octubre del 2008



Esta mañana un señor de unos 60 años me estaba contando sus grandes hazañas sentado delante de mi escritorio. Me contaba cómo de joven fue el rey del mundo, cómo se forró, me ha contado cuanto cobraba, cuantas putas querían ser suyas, cuantos naranjos tuvo que apartar de su vista para contruir 300 casas, cuantos millones le robaron. Era una historia fascinante y aunque parecía que miraba fijamente sus ojos mientras me enredaba el bolígrafo en mi pelo, en realidad tenía los ojos puestos en el otro lado de la calle. Mientras él contaba su rapidísima vida, he presenciado cómo a alguien se le terminaba. Ha sido raro. En 15 minutos he visto cómo sacaban a una persona de su casa dentro de una insignificante bolsa, gente llorando, he visto a mucha gente abrazándose, policías, un furgón judicial y algunas miradas neutras perdidas en el aparador de la oficina. He visto decenas de golpecitos de cariño en decenas de brazos. Muchos pañuelos secando las lágrimas y el maquillaje de sólo dos mujeres. Una adolescente que se sentaba dentro de un garaje mientras lloraba, hablaba por teléfono y fumaba.
Ha sido impresionante. He escuchado cómo al señor de unos 60 años la vida le había dado besos y tortas mientras en realidad yo vivía aquél momento de angustia con aquella gente lejana. No sé qué ha pasado. Pero cuando el señor de unos 60 años ha decidido que ya me lo había contado todo y ha cruzado la puerta de la oficina mientras entraba el viento gélido de la calle, ha sido como despedirse de un maldito fantasma.
Qué rarísima es la vida.